Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía? (El ruido de un trueno - Ray Bradbury)

El héroe de una nación es el asesino de otra

Por uno u otro motivo, los seres humanos tendemos a tratar de justificar todas nuestras acciones. Cuando hallamos esa idea, esos valores nos aferramos a ellos pues sentimos que son los pilares sobre los cuales hemos construido la mayor parte de nuestras vidas. Por ellos creamos, destruimos, obedecemos y matamos. Por ellos morimos y vemos morir a nuestros seres queridos. Por ellos, en fin, vivimos.

Tenemos que creer que son verdaderos y universalmente válidos para justificar su imposición a otros pueblos. Tenemos que creerlo, para no sentirnos otra tribu de salvajes, de ladrones, de asesinos. Creemos verdaderamente y en pos de aquellas ideas y valores realizamos atrocidades inimaginables. Cuando nuestra conciencia nos pregunta solo respondemos tímidamente y con las esperanzas de tener razón, agachamos la cabeza y seguimos adelante. Cuando la historia nos pregunta, hablamos de tradiciones, pasados gloriosos y valores perpetuos, miramos al costado y seguimos adelante. Cuando nuestros hijos nos preguntan no sabemos que decir, pues es más difícil engañarlos a ellos que a nuestra propia conciencia. Debemos creer en estas ideas y valores, pues diariamente disfrutamos de los frutos de las acciones que justifican. Debemos creer en ellos, pues hacemos cómplices a nuestros hijos cuando ellos disfrutan aquellos frutos.

Nos aferramos irrazonablemente a ellos cuando descubrimos que otros pueblos tienen otras ideas, negándonos caprichosamente a considerarlas. Temiendo que la menor duda sobre las nuestras nos obligue a enfrentar la más atroz de las verdades y nos deje desprotegidos ante aquellas preguntas que hace poco contestábamos acabadamente. Al contrario, reforzamos nuestras creencias y nos volvemos cada vez más intolerantes hacia las menores divergencias. Castigamos con dureza lo diferente para poder seguir durmiendo tranquilos. Vivimos una mentira y somos demasiado cobardes como para enfrentarla y hacernos, finalmente, responsables de nuestras acciones y de las de nuestros padres.