Escribo hoy como escribí ayer. Sobre estas negras rocas de las que solo muerte emana. Sobre este yermo maldito al que el infortunio nos ha traído. Debajo de este cielo gris que ni el sol puede iluminar. El que se contenta con atravesar algún que otro claro, solo para desaparecer al instante. Aquí no se distingue el día de la noche.
Escribo hoy al borde de la muerte y ya no le temo, pues estoy aquí en este yermo. No le temo, porque si fallamos mejor sería morir que vivir atormentados. No le temo porque la he visto de cerca, demasiado cerca. Escribo hoy mientras me dirijo al final, y sin embargo una llama de esperanza brota de mi corazón. Una luz que disipa las nubes de mi mente y me permite soñar. Al siguiente paso vuelvo a la realidad. La inevitable realidad. Escribo hoy sin saber realmente a quien.
Es tan maravillosa la naturaleza humana que, aún rodeado de muerte, pienso en la vida. Pienso en todo lo que amo y aquella llama crece en mi corazón. Crece y me quema. Aquella luz es cada vez más fuerte y clara y ya ninguna oscuridad puede vencerla. Ninguna nube de desesperanza puede taparla. Pues para aquellos que no tenemos futuro, solo en el pasado encontramos la fuerza para seguir adelante.
Estamos hoy aquí como estuvimos ayer. No tenemos nada más que nuestras vidas para entregar. Nada más ni nada menos. La vida de nuestros seres queridos es mucho más valioso que lo más valioso para nosotros: nuestras propias vidas. Estamos hoy aquí dispuestos a morir como lo estuvimos ayer. Estamos hoy aquí, esperando el final. El tan incierto como inevitable final.
Escribo hoy estas palabras para quien quiera leerlas. Tal ves buscando un perdón que no merecemos, un recuerdo que no ganamos. Escribo en fin, buscando la comprensión y la piedad que no recibiremos.