Por uno u otro motivo, los seres humanos tendemos a tratar de justificar todas nuestras acciones. Cuando hallamos esa idea, esos valores nos aferramos a ellos pues sentimos que son los pilares sobre los cuales hemos construido la mayor parte de nuestras vidas. Por ellos creamos, destruimos, obedecemos y matamos. Por ellos morimos y vemos morir a nuestros seres queridos. Por ellos, en fin, vivimos.
Tenemos que creer que son verdaderos y universalmente válidos para justificar su imposición a otros pueblos. Tenemos que creerlo, para no sentirnos otra tribu de salvajes, de ladrones, de asesinos. Creemos verdaderamente y en pos de aquellas ideas y valores realizamos atrocidades inimaginables. Cuando nuestra conciencia nos pregunta solo respondemos tímidamente y con las esperanzas de tener razón, agachamos la cabeza y seguimos adelante. Cuando la historia nos pregunta, hablamos de tradiciones, pasados gloriosos y valores perpetuos, miramos al costado y seguimos adelante. Cuando nuestros hijos nos preguntan no sabemos que decir, pues es más difícil engañarlos a ellos que a nuestra propia conciencia. Debemos creer en estas ideas y valores, pues diariamente disfrutamos de los frutos de las acciones que justifican. Debemos creer en ellos, pues hacemos cómplices a nuestros hijos cuando ellos disfrutan aquellos frutos.
Nos aferramos irrazonablemente a ellos cuando descubrimos que otros pueblos tienen otras ideas, negándonos caprichosamente a considerarlas. Temiendo que la menor duda sobre las nuestras nos obligue a enfrentar la más atroz de las verdades y nos deje desprotegidos ante aquellas preguntas que hace poco contestábamos acabadamente. Al contrario, reforzamos nuestras creencias y nos volvemos cada vez más intolerantes hacia las menores divergencias. Castigamos con dureza lo diferente para poder seguir durmiendo tranquilos. Vivimos una mentira y somos demasiado cobardes como para enfrentarla y hacernos, finalmente, responsables de nuestras acciones y de las de nuestros padres.