La calma que sentimos hoy, es el preludio de la tempestad de mañana. Nuestros corazones se aceleran, nuestras mentes se impacientan y nuestros cuerpos tiemblan cuando sentimos que el día de mañana se acerca. Se acerca inevitablemente y no hay hacia donde correr, no hay a quien pedir ayuda, pues somos los únicos que nos mantenemos en pie. Somos nosotros la cura, cuando la enfermedad se vuelve incurable. Somos, en fin, el último recurso.
La claridad con la que creíamos ver nuestro futuro se transforma en sombra a medida que se acerca el día de mañana. La espera es insoportable, y nuestros corazones se debaten entre la esperanza de que todo pase rápidamente y el miedo intolerable a que esto suceda. El nerviosismo que desborda nuestras mentes solo encuentra sosiego en lo inevitable del día de mañana.
Sin embargo, una pequeña luz de esperanza pone lumbre sobre las sombras de mañana, pues no hay finales absolutos, sino que son solo transiciones hacia nuevos comienzos todavía inexplorados, todavía desconocidos. Aún si no somos nosotros los encargados de explorarlo nos alegramos de solo pensarlo, pues seguiremos viviendo en los corazones de quienes nos acompañaron y en las memorias de quienes nos recuerden. Y la tristeza de la inevitable partida se alivia cuando nos sentimos partes de una trama mucho más trascendente que la fútil individualidad de nuestras vidas. Aquella pequeña luz ahora encandila y el miedo se vuelve impaciencia y coraje cuando pensamos en el día de mañana. Con renovados bríos nos ponemos de pie para enfrentarlo y podemos ver detrás nuestro todos los que nos apoyan y delante todos los que nos esperan. Nuestro final se acerca, el día de mañana... ya es hoy.