El prado sobre el cual estamos parados, que hasta ayer lucía un verde luminoso, está hoy teñido de rojo. Los primeros rayos que se cuelan entre las rojizas nubes se reflejan sobre los yelmos, sobre las espadas. Al ritmo del amanecer van descubriendo los cuerpos inertes de quienes entregaron sus vidas para defender riquezas de las que nunca gozaron, tierras que nunca poseyeron, títulos que nunca tuvieron, entregaron sus vidas por el honor de personas que tal vez nunca conocieron. Nunca supieron de política, de naciones ni de honor. Su única realidad, cruel y mezquina fue el frío metal que cortó repentinamente el hilo de sus vidas. Era ya lo único que podían entregar, pues ya lo habían entregado todo. Sus destinos habían sido ya decididos por quienes deciden sobre todas las otras cosas, sobre todas las otras personas.
Sus familias reciben el reconocimiento que nunca pidieron y una gratitud falsa que a escondidas repudian. Al enterarse de la noticia cierran los ojos tratando de recordar por última vez a los seres queridos de los que nunca pudieron despedirse, a los padres que no alcanzaron a conocer, a los hijos que nunca volverán.
La política es un voraz monstruo que devora hombres y sueños, mata la esperanza y la inocencia. Los políticos son solo sofistas, crueles instrumentos de la barbarie. Endulzan la muerte, engrandecen las miserias, confunden las mentes. Sus palabras son la sutil anestesia antes del zarpazo, son la sonrisa que se dibuja en los rostros que ignoran el final al cual ya han sido sentenciados.