Lo que publico a continuación lo escribí hace muchos años ya y quedó sin terminar (incluso faltan nombres propios de algunos lugares).
Lo encontré y me dio por compartirlo.
Habían pasado ya tres largas semanas de viaje a caballo cuando por fin mi compañero y yo alcanzamos a divisar la cúspide de la gran torre blanca. Era como un gran faro que indicaba la dirección a los viajeros. La alegría nos llenó el corazón y con nuestras últimas fuerzas aceleramos el galope para llegar antes del ocaso. Las provisiones que traíamos se nos habían acabado el día anterior y esperábamos ser recibidos en la ciudad.
Recuerdo la belleza de aquellos lugares. El valle del ... era una gran pradera verde coronada por una colina en el centro, rodeada por bosques y montañas. Hacia el norte limitaba con un río bastante ancho y caudaloso que corría hacia el oeste, el ... . Este río nacía en el extremo norte de la cordillera ... y atravesaba todas estas tierras, llevando la vida por donde pasaba. Del curso principal se desprendían algunos arroyos que llevaban el agua vital a las tierras del norte. Descargaba sus cristalinas aguas en el lejano mar, donde se dividía en centenares de pequeños brazos formando un delta de islotes arenosos por la gran cantidad de sedimentos que arrastraba durante todo su trayecto. El margen norte del río, a la altura de la ciudad, estaba bordeado por un colorido bosque de hayas. Las aguas de este río proveían a la ciudad a través de un acueducto subterráneo abovedado construido de piedra, cuya entrada se podía ver desde el puente que cruzaba el río. La boca de éste túnel estaba atravesada por gruesos barrotes de hierro que estaban incrustados en la roca. Hacia el sur la vista se perdía en el verde profundo de un bosque de pinos, de una antigüedad incalculable y denso, casi impenetrable. De estos bosques de pinos salía toda la madera que se utilizaba en la ciudad, tanto para las construcciones como para muebles y artesanías. Este bosque se extendía hacia el sur hasta alcanzar las partes superiores de las faldas de las montañas que formaban la cordillera del ... , que se encontraba a varios kilómetros de la ciudad y que, al terminar el bosque al oeste, se dividía en dos. Uno de los de esta cordillera brazos corría hacia el norte y el otro al sur donde se perdía de vista. Hacia el este solo se podía ver, como si fuera un muro eterno e inexpugnable, el brazo norte de la cordillera, la cadena del ... . Sus lejanas cumbres blancas se distinguían a simple vista desde la ciudad, salvo cuando las grises nubes que venían del este anunciaban la tormenta que se avecinaba, cubriéndolas totalmente. Hacia el oeste la planicie se prolongaba hasta perderse en el horizonte. Más allá, muy lejos de la ciudad, se extendía el mar. En el azul profundo e interminable del mar se reflejaban un millar de estrellas y la luna, parecía estar hundida en sus aguas. Hacia el norte, la costa iba girando sobre el mar, formando una enorme bahía de aguas calmas y cristalinas, la bahía ... . Para al sur, la costa avanzaba sobre la tierra firme para, luego de varios kilómetros, doblar abruptamente hacia el mar.
Llegando al borde norte del bosque de hayas, a la entrada del camino que lo atravesaba, alcanzamos a ver la ciudad y nos detuvimos unos minutos para apreciarla. La imagen era impresionante. Era una ciudad realmente hermosa y brillaba como con luz propia. Estaba construida sobre una meseta de forma irregular, aunque redondeada, que se elevaba suavemente hacia el oeste, donde se había levantado la ciudadela de la ciudad. Esta colina sobresalía solitaria en medio de la extensa planicie ligeramente ondulada, donde se confundían los verdes y amarillos de la vegetación y sembradíos. Estas tierras eran muy fértiles y estaban bien cultivadas, de hecho, la agricultura era la principal actividad y base de la economía de la ciudad y del reino. Luego de las crecidas del río en el verano, al retroceder las aguas, los campos quedaban cubiertos con una tierra negra que era propicia para cualquier clase de plantación. Cada tanto se podían ver pequeños graneros, establos y molinos de viento, entre los cuales pastaban rebaños de ovejas que iban y venían, seguidos por los incansables pastores y sus fieles perros. Las paletas de aquellos molinos giraban constantemente, impulsadas por una fresca brisa, que parecía nunca detenerse por estas tierras. La colina central, el ... , con sus laderas aisladas por todos los lados, era muy apropiada para la defensa, y desde ella podían vigilarse las tierras circundantes. Su plana cúspide, era un lugar lo suficientemente amplia como para albergar cómodamente a todos los habitantes de la ciudad. Los costados de esta meseta ascendían abruptamente desde el piso rectos hasta arriba, salvo por algunos bloques de piedra que se habían desprendido de la cima por causa del constante efecto erosivo del viento y la lluvia. Los cimientos de la ciudad parecían ascender de la base misma de la colina, ya que estaban esculpidos en la roca viva del monte. Los muros, habían sido construido al ras de las laderas, cerrando todo el contorno de la meseta.
Cuando el sol marcaba el mediodía, llegamos al cruce con el camino que nos dirigía directo a la ciudad. Era un camino de piedra gris que se acercaba a la ciudad desde el norte, desde donde podíamos ver cada ves más cercana la gran torre blanca. El camino atravesaba el bosque de hayas como por un túnel abovedado por las ramas, que parecían brazos con largas manos y dedos que se cernían amenazantes sobre los transeúntes. Los movimientos de las ramas causados por el viento desviaban a menudo la mirada exaltada en busca, quizás, de imaginarias criaturas ocultas entre los árboles. El golpeteo de las herraduras de los caballos al galope sobre la piedra, se mezclaba con el crujido de las hojas que el viento acomodaba caprichosamente sobre el camino, que parecía iluminado por haces de luces danzantes, que no eran otra cosa que la luz del sol que se filtraba por las ramas menos densas de los árboles.
Se cruzaba el río por un puente de piedra construido sobre varios arcos anclados en su lecho con grandes pilotes de piedra. El puente tenía una guardia de soldados asentada en un pequeño torreón que se encontraba en la margen sur del río. Era primavera y el clima era cálido y agradable. El cantar de los ruiseñores se mezclaba con el susurro del viento entre los sembradíos y el constante golpear de las aguas contra las rocas, componiendo una melodía de armonía y tranquilidad. En el verano, el ... , venía cargado con las aguas del deshielo y de un color tan cristalino, que a simple vista se podían ver los peces nadando y el lecho de roca verde esmeralda. Se habían construido unas paredes de piedra a varios metros de la orilla sur del río para contener las crecidas de ésta época. El balar de las ovejas anunciaban el nuevo día que comenzaba, y el sol asomaba como emergiendo del mar con un color rojo furioso, aclarando, a medida que escala el cielo todos los rincones de estas tierras. Estos amaneceres eran particularmente hermosos, pues la luz roja del despuntar el día teñía con su color las paredes occidentales de la ciudad que quedaba, literalmente como de dos colores. Ya durante el día, se veía a los lejos un brillo dorado por los rayos del sol, que iba trasformándose en blanco al acercarse el ocaso.
Desde allí ya se podía apreciar la ciudad en su grandeza, parecía emerger del monte sobre el cual estaba edificada. Sobresalía orgullosa la ciudadela levantada en la parte occidental del monte, por ser el punto más alto. Seguía, el camino, serpenteando entre los sembradíos y pequeñas cabañas y parecía desaparecer, pues rodeaba la ciudad hasta llegar a la puerta, que estaba sobre la pared este. Allí se formaba un cruce con los caminos que venían a la ciudad desde los cuatro puntos cardinales. El trayecto era grato para la vista y el alma, pues estaba bordeado por coloridas y perfumadas flores y era casi todo a la sombra por los fresnos plantados a la vera del camino. Llegaba hasta la puerta de la ciudad, que no estaba al ras del piso, sino que se encontraba a varios metros de altura, donde terminaban las laderas de la meseta. Se llegaba a ella por una calzada que se elevaba suavemente en línea recta hasta la pared del monte y desde allí, doblaba al sur, pegada al monte hasta llegar a una especie de terraza, donde se encontraba la puerta de la ciudad, que estaba flanqueada por dos altas torres almenadas. La calzada no tenía ningún tipo de barandal ni cordón y era bastante ancha, tanto que podía pasar un carruaje mediano sin ningún problema. Gracias a esta calzada, defender la puerta de la ciudad era relativamente sencillo, pues no había nada en ella para guarecerse y, al llegar a ese primer descanso se podía atacar por los costados del muro de la ciudad.
Al mirar hacia abajo desde la calzada, vimos desnuda la roca blanca grisácea del monte hasta la altura de la puerta y desde allí, recto se erguía un muro blanco de piedra maciza. La imagen era imponente, pues el muro era tan alto que parecía venírsenos encima cuando miramos hacia arriba. Era liso y las juntas de los ladrillos de piedra eran solo imperceptibles líneas en lo que parecía un solo bloque. En algunos lugares, incluso, el muro estaba esculpido sobre la roca del monte, cuando sobresalía unos metros de la superficie de la meseta. En lo alto del muro, los matacanes coronados de almenas sobresalían amenazantes, adornados cada tanto por figuras de feroces animales alados, que parecían seguir con la mirada a quienes transitaban la calzada. Se distinguía el reflejo del sol sobre los brillantes yelmos de los soldados apostados en lo alto de la pared, a simple vista casi imperceptibles por la altura de las almenas que les llegaban, fácilmente, a los hombros. En todas las paredes se podían apreciar troneras a media altura, angostas y casi del alto de un hombre. En todos los ángulos que formaba el muro sobresalía una torre redondeada. Solo en la pared norte de la ciudad, que era casi toda en línea recta, estaban construidas a distancias regulares unas de otras. Eran varios metros más altas que la pared principal y todas ellas estaban coronadas con matacanes almenados. Éstos, estaban cubiertos por techos de madera que ascendían en forma cónica y terminaban en un largo mástil donde flameaban los colores de la ciudad. Eran alrededor de cien torres que sobresalían como feroces colmillos dispuestos a defender a sus ciudad. Gracias a las troneras que seguían su forma curva, era posible disparar una flecha paralela al muro sin mayor dificultad. Tanto el muro como las torres eran macizas y sólo corrían por su interior los pasillos y galerías que llevaban a las troneras y a las cimas de cada una de las torres. Toda la arquitectura de los muros, las torres y, en general, todas las construcciones exteriores de la ciudad estaban ideadas para un defensa capaz de contener los más feroces y prolongados ataques.
La única puerta – por lo menos la única que podíamos ver – se encontraba al ras del muro y era del ancho de la calzada de piedra y redondeada en la parte superior. Estaba flanqueada por dos garitas, siempre vigilantes, que sobresalían de la terraza que formaba el final de la calzada. El portón se abría hacia adentro en dos. Estaba construido de acero y se podían ver alrededor los grandes remaches que la mantenían entera. A pesar de sus dimensiones, corrían suavemente sobre grandes bisagras enterradas en la piedra del muro. Al juntarse las dos partes se formaba la corona dorada, adornada con cuatro esmeraldas y un collar de perlas blancas enrollada en ella, símbolo de la ciudad y del poder de su rey. Alrededor de la corona, sobresalían del acero imágenes que parecían contar la historia de la ciudad. Claramente se distinguían los fundadores, la construcción y algunas escenas de la vida cotidiana de la ciudad. Debajo de la corona llamaba la atención un lugar vacía, seguramente destinado para los acontecimientos futuros. Desde afuera se podían oír los ruidos de las pesados pasadores que trababan la puerta por los cuatro costados siendo arrastrados por los huecos de los muros para destrabar al puerta. Se abría lentamente, tirada desde adentro por dos pares de cadenas que se enrollaban sobre dos aparejos anclados en la piedra uno de cada lado. Estos aparejos eran accionados por veinte hombres cada uno. Estando la puerta abierta de par en par se dejaba ver un pasaje – como un túnel diría yo – cuyo largo, era el ancho de la pared. El rechinar de las bisagras y el golpe del acero contra la piedra impacientaba a los caballos. Este pasaje no era oscuro, pues del otro lado había un rastrillo que dejaba pasar bastante luz. Éste era de madera, reforzado en las uniones con cruces de acero. Al caer, se clavaba por lo menos medio metro en unos agujeros que habían en el piso. Al cerrarse el portón, una voz ordenaba la apertura del rastrillo, que en ese instante comenzaba a elevarse pesadamente, dejando oír el roce de las cadenas contra los aparejos. Nunca podían estar abiertas al mismo tiempo el portón y el rastrillo, pues los dos se abrían con los mismos aparejos que, para cada uno, corría en forma diferente. Mientras se abría el rastrillo se cerraba la puerta y viceversa.
Apenas atravesamos el rastrillo nos encontramos con un plaza semicircular donde nacía la calle principal de la ciudad. Ésta iba ascendiendo y en línea recta se dirigía el oeste hasta llegar a la plaza, desde allí, giraba un poco al sur hasta llegar a las puertas de la ciudadela. Desde la entrada ya se podía apreciar la entrada de mármol de la fortaleza. La plaza era redonda, adornada con grandes árboles y flores y un aljibe en el centro. Las otras calles eran más estrechas y se perdían entre las casas, talleres, mercados y otros edificios. A vuelo de pájaro, la ciudad seguro parecía un gigantesco laberinto de estrechas calles. Estas calles estaban construidas con pequeñas piedras cuadradas puestas prolijamente una al lado de la otra, lo que las hacía bastantes suaves para transitar. No tenían veredas ni nada por el estilo y, cada tanto, habían pequeños agujeros que descargaban el agua que corría los días de lluvia. Esta agua llegaba por acequias subterráneas a las laderas del monte, por donde finalmente caía a los campos que circundaban la ciudad. Antes de estas obras, se cuenta que la ciudad de inundaba con cada lluvia por más pequeña que esta fuere.
Las casas eran casi todas de piedra, y se veían al descubierto los troncos redondeados y tallados usados como columnas. En general, todas las construcciones eran bastantes sencillas y no se veían grandes palacios ni grandes demostraciones de riqueza. Los pisos todos de madera de color claro y suave. Tenían entre dos y tres pisos todas ellas y la mayoría lucía balcones o, al menos, grandes ventanales adornados con plantas y flores multicolores. Los techos eran de madera, pintados casi todos de rojo o morado. Sobresalían de ellos las chimeneas de piedra ennegrecidas por el hollín. El ruido del martillo y el yunque era lo primero que llamaba la atención apenas uno avanzaba, pues los talleres reales estaban a la derecha de la entrada. Agricultores, herreros, artistas, artesanos y comerciantes de otras ciudades iban de un lugar a otro. A lo largo de la calle principal de la ciudad se encontraban la mayoría de los mercados. Se podían encontrar infinidad de productos: vegetales, frutas, carnes, pescado, harina, vino, etc. y también negocios de ropa, alfarería, orfebres, entre otros. Las canciones, que revivían héroes y gloriosas batallas del pasado, se oían al pasar por la cantina de la calle principal. Todo en la ciudad, las columnas de las galerías, las estatuas parecían tener una historia que contar, como si por siglos hubieran estado allí, como testigos inmutables y privilegiados de la historia que sucedía en derredor de ellos. Se respiraba en el aire una sensación de misticismo, tal vez por la cantidad de historias y relatos que se escuchaban sobre la ciudad y sus habitantes, incluso en lugares tan alejados como nuestros hogares.
Transitar aquellas pequeñas calles con tanta gente era realmente difícil y, a las pocas calles, tuvimos que dejar los caballos y seguir hacia la ciudadela a pie. Los habitantes de esta ciudad eran de estatura media y bastantes fornidos. Sus rostros recios y miradas profundas, transmitían un orgullo poco común por aquellos días, y sin embargo, su trato era amable y realmente muy hospitalario. En confianza eran bastante más simpáticos y siempre tenían alguna que otra historia para contar. Casi todos ellos con cabellos oscuros y espesas barbas. Los ojos claros eran realmente raros. Casi todas las mujeres usaban vestidos largos, pero algunas usaban los mismos pantalones que los hombres, cosa que nos sorprendió a mi y a mi compañero. Usaban en general el pelo recogido o con una o dos trenzas. En las mujeres eran más comunes los cabellos y ojos claros que en los hombres.
Donde terminaba la calle principal, estaba la ciudadela. Era realmente impresionante, pues combinaba la seguridad de una fortaleza y la elegancia de un verdadero palacio. Estaba ubicada en el centro de la ciudad sobre una elevación de la meseta. Era el último bastión de defensa en caso de ataque y podía albergar, en estas circunstancias a todos los habitantes de la ciudad con provisiones para varios meses. Desde la base de la ciudadela podía apreciarse la torre blanca en todo su esplendor. Se erguía recta, emergiendo por la parte sur del edificio principal de la ciudadela y parecía tocar el cielo. Tenía una forma redondeada hasta la cúspide, donde flameaba orgulloso el pabellón azul con la corona dorada en el centro. La historia cuenta que esta torre fue la primera construcción sobre la meseta y ya estaba construida cuando los actuales habitantes del reino llegaron. Nunca se supo por quién ni por qué fue construida, aunque por su altura – alrededor de cien metros – parecía un puesto de vigilancia de la costa. Alrededor de ella y en distintas etapas se fue construyendo la ciudad, hasta llegar a ocupar la totalidad de la meseta. Las escalinatas de la ciudadela, custodiadas por dos grandes estatuas de piedra con formas de soldados que parecían ordenar el alto, subían hasta la puerta que era casi idéntica a la de la ciudad – solo que un poco más chica –. Las torres almenadas sobresalían en todos los flancos, elevándose varios metros por sobre los muros de la ciudadela. Al entrar, había una especie de patio semicircular con otra puerta al otro lado, a la cual se llegaba por unas escalinatas que subían rectas y se dividían en un descanso guarecido por una especie de balcón almenado y desde allí, subían pegadas a la pared. Sobre aquel balcón, se encontraba la estatua de mármol del primer rey y fundador de la ciudad y en su base, la piedra fundacional de la fortaleza, primera construcción de la ciudad. Por la orilla de la pared exterior de la ciudadela corría un oscuro pasillo de dos o tres metros de ancho que daba la vuelta a toda la fortaleza, separando el ancho muro del edificio principal. Dentro de la ciudadela se encontraban los cuarteles de la guardia real, que constituían las únicas tropas regulares de la ciudad. Estaban también los establos y el arsenal de la ciudad, junto con una herrería. En lo profundo de la fortaleza, excavada en la roca del monte, se encontraba la cámara del tesoro; de la cual poco se puede decir, pues muy pocos son los que le han visto. En lo alto de la torre estaban los salones de reunión y los aposentos del rey. La biblioteca era enorme, el salón de lectura era redondo, con una gran mesa en el centro. Todas las paredes cubiertos por libreros. Éstos eran tan altos que había que acceder a ellos por escaleras que se movían por rieles de metal. Incluso, a mitad de distancia corría una pasarela, a la que se llegaba por otra escalera que estaba en la mitad del salón, para llegar a los estantes más altos. Del techo colgaban pesadas arañas con cientos y cientos de velas que iluminaban la habitación como si fuera de día. Miles y miles de libros, pergaminos y manuscritos, algunos enrollados en palos de fina madera y otros encuadernados en cuero yacían en los estantes conteniendo la sabiduría de cientos y cientos de años. La historia de la ciudad estaba en esa habitación y era, no solo el recuerdo de glorias y alegrías pasadas, sino también un recordatorio de errores pretéritos que no podían ser olvidados.
Al traspasar la segunda puerta, había una habitación que hacía de antesala al salón del trono. En las puertas esperaba la escolta de soldados de la guardia real, recios e inmutables. Vestían una cota de malla en todo el cuerpo, sobre la cual usaban una armadura de bronce. Las hombreras estaban adornadas en plateado y eran rectangulares en la parte superior. La pechera estaba adornada con dos espadas cruzadas con la corona de la ciudad uniéndolas por el medio. La armadura también les cubría los brazos y las canillas. Debajo de la armadura, llevaban una túnica azul con los bordes negros que les llegaba un poca más debajo de la cintura. Sobre la capucha de cota de malla llevaban un casco, también de bronce, que les cubría toda la cabeza y buena parte del rostro. Con la mano izquierda sostenían un escudo que terminaba en punta en la parte interior, de color plateado con una cinta azul ancha que lo cruzaba de derecha a izquierda. En la otra mano sostenían una pica de poco menos de dos metros. A la cintura una larga espada que casi llegaba al suelo y que tenía la empuñadura adornada con formas caprichosas y, a la vez, amenazantes.